viernes, 27 de mayo de 2011

Ciento diez novelas a partir de 1900


Enhorabuena.  La cuestión ha surgido una vez más.  Muchos lectores nos hemos preguntado cuáles serían las ciento diez obras literarias más grandes del siglo XX y hasta la fecha…
            Hace más de un año que venimos haciendo la lista y ahora nos aventuramos a ponerla aquí. Siempre es difícil hacer un listado de este tipo.  Arbitrario, pero siempre divertido… por difícil (cuál antes de otra y cuánto se deja afuera)… y a veces no tanto:
Tenemos aquí para ustedes la lista de los libros de narrativa escritos a partir del año 1900 que se consideran más grandes entre cuantos han leído a la fecha muchos lectores de todas partes del mundo, explicando brevemente algunos de los motivos en el caso de los primeros veinte.  Tras las cien del tope, se agregan una relación de títulos que son de futura recomendación, probablemente, y si están a la altura de las recomendaciones que de ellos nos han dado, se harán un lugar en una nueva actualización de la lista:

1.- En busca del tiempo perdido (1913-1927), de Marcel Proust… Porque lo es todo.  Porque reúne casi todos los más grandes atributos de las demás novelas de la lista… Por ser la muestra más representativa del inmenso talento y la maestría de un gigante a quien, personalmente, sólo puedo comparar por sus méritos con Shakespeare y Tolstoi en mis preferencias universales.

 2.- La muerte de Virgilio (1945), de Hermann Broch… Porque esta obra, a juicio de Thomas Mann, el poema en prosa más grande en lengua alemana desde lo hecho por Goethe, es además, una de las más profundas, en todos los sentidos que se quiera y pueda dar a la palabra, en cuanto a la muerte, el arte, el tiempo y muchos otros temas para cuya explicación en cuanto al enfoque de Broch, se requerirían miles de páginas…, todas incapaces de lucir la belleza que logró este inmenso autor.

3.- Ulises (1922), de James Joyce… Porque no hubo broma y burla más grande en la historia de la literatura universal desde la aparición de esta obra, sucesora, de algún modo, de Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (sin contar, por supuesto, Finnegan’s Wake).  Porque Joyce lo cambió todo… Porque aún en sus traducciones al español se puede apreciar la inmensidad de una obra genial como casi ninguna otra en su acercamiento a los límites de cuanto es posible seguir del texto para un lector que no sabe tanto como el mismo James Joyce… Y porque la seguiré leyendo para ir entendiendo una pizca más de ella cada vez…, mientras perfecciono mi inglés y me decido a matarme leyéndola en su idioma.

 4.- El hombre sin atributos (1930-1943), de Robert Musil… Porque si hay una labor, en cuanto a proposición de tesis, estudio científico e innovación en el conocimiento, comparable a la de Proust, ésa es la de Robert Musil, sobretodo, en la inacabada, inmensa, extraordinaria obra bajo comentario.

 5.- La broma infinita (1996), de David Foster Wallace:… Por contener y ser en sí misma la crónica realista y profunda, el caleidoscopio, el juego lingüístico y la aventura literaria más atrevida y mejor lograda desde el Ulises, pero con el sabor propio que sólo el gran mago erudito y culto, Wallace, podía habernos legado desde EE:UU.

 6.- El bosque de la noche (1936), de Djuna Barnes… Como la mayor manifestación del genio de una mujer única y brillante, a la talla de Jane Austen (a quien Djuna despreciaba) o de Emily Bronte (a quien consideraba la única mujer escritora realmente buena, además de sí misma) e, incluso, superándolas a ambas a su manera, llevando a la Literatura toda más allá.  Una joya admirada por los más grandes escritores, entre quienes se cuentan, Ezra Pound, T. S. Eliot o James Joyce, quien le obsequió el manuscrito original de Ulises a la genial escritora como muestra de su amistad y aprecio.

 7.- El castillo (1926), de Franz Kafka… Porque Kafka, sobre todo con éste título, reinventó la forma de hacer literatura, el arte y cambió también, de alguna forma, la manera que se tenía de ver el mundo.  El castillo es un monumento a la inventiva, al humor y a la seriedad del compromiso literario para con el arte universal.

 8.- ¡Absalón, Absalón! (1936), de William Faulkner… Una de mis más queridas novelas de siempre… de uno de mis autores favoritos de siempre.  Al terminar de leerla, uno comprende de inmediato por qué Juan Carlos Onetti dijo que por su parte, al hacerlo, que quedó paralizado ante su perfección, que dejó de escribir por un tiempo y que le duró por un tiempo la sensación de ya no valía la pena seguir intentando una gran obra, pues ésta, la mayor, ya estaba hecha.

 09.- Ada o el ardor (1969), de Vladimir Nabokov… Una obra maestra deliciosa, lo mejor de este gran maestro universal y la única novela escrita después de la segunda mitad del siglo XX a la talla, en mi opinión, de los monumentos literarios de principios de dicho siglo que ocupan los primeros puestos de ésta lista (cuyo criterio en este caso, coincide con el de muchas otras editadas alrededor del mundo).

10.- La montaña mágica (1924), de Thomas Mann… Una de las novelas más grandes escritas nunca, y, en muchos sentidos, la novela escrita en alemán más importante del siglo XX.  La considero la novela clásica (para no competir con La Muerte de Virgilio) terminada (para no competir con El hombre sin atributos) más grande en esa lengua.  Leerla puede dejarle a uno perturbado por la inmensidad de cuanto abarca y por todo cuanto logra con éxito.

11.- El libro del desasosiego (aparecido en 1982), de Fernando Pessoa… Porque, sí, este libro constituye con todas las de ley un extraordinario tesoro.  Escrito durante varios años a partir de principios de siglo, fue recién sacado a la luz en 1982 para convertirse de inmediato en un clásico imprescindible de la literatura universal…, el mayor legado del inmenso Pessoa.

 12.- Bajo el volcán (1947), de Malcolm Lowry… Única y formidable; el mayor tributo a el Ulises de Joyce (según palabras del mismo Lowry) jamás escrito, dotada de un carácter genial y muy propio, que lo hace valerse por sí mismo para llegar a este puesto de mi lista y que, en muchos otros casos, le ha merecido el lugar de honor sólo tras la obra de Proust y del homenajeado escritor dublinés.

 13.- Trilogía: Los sonámbulos (1931-1932), de Hermann Broch… Porque en los tres libros que la componen, luce los increíbles talento y maestría de Broch para emplear su arte bajo la influencia de Proust y de Joyce de tres formas muy distintas, consiguiendo forjar una obra cuya lectura explica sobradamente la admiración que otros muchos escritores de su época sintieron por ella y muchos otros aún sienten, como es el caso de Carlos Fuentes, quien la llamó la obra más importante del siglo XX.

 14.- Pedro Páramo y El llano en llamas (1955 Y 1953, respectivamente), de Juan Rulfo… Los que señalo juntos pues me pareció excelente la decisión de editar ambos libros como uno solo, en un todo producido por el mayor genio mexicano de siempre.  Sobre los efectos de su lectura… podrían preguntarle al mayor genio admirador suyo: Gabriel García Márquez.

 15.- Viaje al fin de la noche (1932), de Louis Ferdinand Céline… Genial, brillante, y casi cegadora novela por la brutalidad con que alumbra desde sí y sobre sí misma con el carácter que su autor manifiesta en cada palabra del texto, un carácter… muy… muy… de Louis Ferdinand Céline, el sucio.

 16.- Muerte a crédito (1936), de Louis Ferdinand Céline… Porque si en mi opinión apenas no supera al anterior titulo del mismo autor, ratifica claramente la genialidad de éste ante el mundo entero, elevándolo al altar de los más admirados con toda razón.  Muerte a crédito es un libro que se atreve a más que Viaje al fin de la noche y que podría haber ocupado, casi sin problemas, el mismo lugar con este último título…, de no ser porque me propuse no dejar empates.

 17.- Memorias de Adriano (1951), de Marguerite Yourcenar… Una belleza.  El prodigio mayor de una escritora prodigiosa.  Obra admirada por muchos autores, críticos y especialistas alrededor del mundo entero, fue, como la mayoría de títulos en esta lista, criticada también por algunos otros pocos… cuyas opiniones respecto de esta obra maestra han sido, creo yo que con absoluta razón, silenciadas en muchos casos por el canto de alabanzas que dignamente merece.  Claro que sí.

 18.- Tirano Banderas (1926), de Ramón del Valle Inclán… Extraordinario por todo cuanto contiene: la historia, la estructura de la novela, y sobre todo, el estilo y el manejo del lenguaje.  Todo, extraordinario.  Y aparentemente no ha habido escritor que haya llevado el español más allá de donde el gran Ramón del Valle Inclán lo llevó con la publicación de esta obra maestra.

19.- La marcha Radetzky (1932), de Joseph Roth… Una delicia embriagadora.  La novela que mejor retrata la decadencia y caída del Imperio Austro-Húngaro y el impacto en su sociedad.  Un libro para leerlo, disfrutarlo… y adorarlo… y volver a leerlo y volver a disfrutarlo y… etcétera… como la más lujosa manifestación de una forma de literatura sublime, propia de la genialidad de éste, nuestro gran santo bebedor.  Salud.

20.- El cuarteto de Alejandría (1957-1960), de Lawrence Durrell… Porque las cuatro partes que componen esta obra son, sencillamente, sensacionales.  De lo mejor y más grande hecho en la historia a partir del 1900.  Una cita con lo mejor de lo mejor para la mesa, a gusto de quien desee sólo de lo más fino, intenso… provocador… y memorable.

21.- Molloy (1951), de Samuel Beckett.
22.- El ruido y la furia (1929), de William Faulkner.
23.- El maestro y Margarita (publicada en Rusia en 1966), de Mijaíl Bulgákov.
24.- Paradiso (1966), de José Lezama Lima.
25.- Jakob Von Gunten (1909), de Robert Walser.
26.- El proceso (1925), de Franz Kafka.
27.- La conciencia de Zeno (1923), de Italo Svevo.
28.- Doctor Faustus (1947), de Thomas Mann.
29.- Caballería roja (1929), de Isaac Bábel.
30.- El corazón de las tinieblas (1902), de Joseph Conrad.
31.- La metamorfosis y otros relatos (1915), de Franz Kafka.
32.- Las palmeras salvajes (1939), de William Faulkner.
33.- Luz de agosto (1932), de William Faulkner.
34.- Los reconocimientos (1955), de William Gaddis.
35.- Bella del señor (1968), de Albert Cohen.
36.- Confabulario personal (compilado después de 1957), de Juan José Arreola.
37.- Llámalo sueño (1934), de Henry Roth.
38.- Manhattan Transfer (1925), de John Dos Passos.
39.- El retrato del artista adolescente (1916), de James Joyce.
40.- Pálido fuego (1962), de Vladimir Nabokov.
41.- Al faro (1927), de Virginia Woolf.
42.- Dublineses (1914), de James Joyce.
43.- El gran Gatsby (1925), de Francis Scott Fitzgerald.
44.- Vida y destino (publicada por primera vez en 1962), de Vasili Grossman.
45.- Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier.
46.- El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier.
47.- Un día en la vida de Iván Denísovich (1962), de Alexander Solzhenitsyn.
48.- Mientras agonizo (1930), de William Faulkner.
49.- Doctor Zhivago (1957), de Boris Pasternak.
50.- El amor en los tiempos del cólera (1985), de Gabriel García Márquez.
51.- Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez.
52.- Una muerte en la familia (1957), de James Agee.
53.- Ficciones (1944), de Jorge Luis Borges.
54.- El loro de Flaubert (1984), de Julian Barnes.
55.- El arcoíris de gravedad (1973), de Thomas Pynchon.
56.- Abbadón, el exterminador (1974), de Ernesto Sábato.
57.- Lolita (1955), de Vladimir Nabokov.
58.- El Gatopardo (1958), Giuseppe Tomasi Di Lampedusa.
59.- El extranjero (1942), de Albert Camus.
60.- El tambor de hojalata (1959), de Gunter Grass.
61.- Meridiano de sangre (1985), de Cormac McCarthy.
62.- Sophie (1979), de William Styron.
63.- Relatos a la manera casi clásica (1988), de Harold Brodkey.
64.- El enigma de la llegada (1987), de V. S. Naipaul.
65.- Conversación en la catedral (1969), de Mario Vargas Llosa.
66.- Una casa para el señor Biswas (1961), de V. S. Naipaul.
67.- El astillero (1960), de Juan Carlos Onetti.
68.- Tres tristes tigres (1967), de Guillermo Cabrera Infante.
69.- Austerlitz (2002), de W. G. Sebald.
70.- El innombrable (1953), de Samuel Beckett.
71.- Tomos autobiográficos (1977), de Elías Canetti.
72.- Short cuts (1993), de Raymond Carver.
73.- El teatro de Sabbath (1995), de Philip Roth.
74.- El poder y la gloria (1940), de Graham Greene.
75.- Herzog (1964), de Saúl Bellow.
76.- El obsceno pájaro de la noche (1970), de José Donoso.
77.- El señor de las moscas (1954), de William Golding.
78.- Cuentos completos (1979), de John Cheever.
79.- Las tiendas de color canela (1931), de Bruno Schulz.
80.- Sobre héroes y tumbas (1961), de Ernesto Sábato.
81.- La guerra del fin del mundo (1981), de Mario Vargas Llosa.
82.- La busca (1904), de Pío Baroja.
83.- La casa de las bellas durmientes (1961), de Yasunari Kawabata.
84.- Desgracia (1999), de J. M.  Coetzee.
85.- Hijos de la medianoche (1980), de Salman Rushdie.
86.- El ancho mar de los Zargazos (1967), de Jean Rhys.
87.- El amor de una mujer generosa (1998), de Alice Munro.
88.- Pastoral americana (1997), de Philip Roth.
89.- Microcosmos (1997), de Claudio Magris.
90.- Trópico de cáncer (1934), de Henry Miller.
91.- Una historia de amor y oscuridad (2003), de Amos Oz.
92.- El barril mágico (1958), de Bernard Malamud.
93.- La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes.
94.- Un amigo de Kafka y otros cuentos (1973), de Isaac Bashevis Singer.
95.- Relatos autobiográficos (1975-1982), de Thomas Bernhard.
96.- La tetralogía de Conejo Angstrom (1960-1990), de John Updike.
97.- La náusea (1938), de Jean Paul Sartre.
98.- La invención de Morel (1940), de Adolfo Bioy Casares.
99.- Nueve cuentos (1953), de J. D. Salinger.
100.- Viñas de ira (1939), de John Steinbeck.
101.- Ferdydurke (1937), de Witold Grombowicz.
102.- La hija de Burguer (1979), de Nadine Gordimer.
103.- El beso de la mujer araña (1976), de Manuel Puig.
104.- La enciclopedia de los muertos (1983), de Danilo Kis.
105.- Yo, el Supremo (1985), de Augusto Roa Bastos.
106.- Ruido de fondo (1985), de Don De Lillo.
107.- El cuaderno dorado (1962), de Doris Lesing
108.- Cosmos (1965), de Witold Grombowicz.
109.- Tratado de las pasiones del alma (1990), de Antonio Lobo Antunes.
110.- La insoportable levedad del ser (1984), de Milan Kundera.

Y aquí, como les dije al principio, algunas de nuestras próximas lecturas, las que podrían llevarnos, según les explicamos, a modificar la lista en el futuro:

-          Una fábula, de William Faulkner.
-          Trampa 22, de Joseph Heller.
-          Mason y Dixon, de Thomas Pynchon.
-          El hombre invisible, de Ralph Ellison.
-          La señora Dalloway, de Virginia Woolf.
-          Agosto 1914, de Alexander Solzhenitsyn.
-          Un buen partido, de Vikram Seth.
-          Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh.
-          Nostromo, de Joseph Conrad.
-          El árbol de la ciencia, de Pío Baroja.
-          El mirón de Alain Robbe-Grillet.
-          Submundo, de Don De Lillo.
-          Kim, de Rudyard Kipling.
-          Una habitación con vistas, de E. M. Forster.
-          Posesión, de A. S. Byatt.
-          Hambre, de Knut Hansum.
-          Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer.
-          Una tragedia americana, de Theodore Dreiser.
-          Del tiempo y el río, de Thomas Woolf.
-          Terra Nostra, de Carlos Fuentes.
-          La trilogía de Depford, de Robertson Davies.
-          Escapada, de Alice Munro.
-          Opus Nigrum, de Marguerite Yourcenar.
-          Diarios, de Witold Grombowicz.
-          Los embajadores, de Henry James.
-          Los papeles de Aspern, de Henry James.
-          Sonatas, de Ramón del Valle Inclán.
-          Berlín Alexanderplatz, de Alfred Doblin.
-          Las Correcciones, de Jonathan Franzen.
-          Trilogía de Nueva York, de Paul Auster.
-           El periodista deportivo, de Richard Ford.

sábado, 21 de mayo de 2011

Esto no es una necrológica

UNO Hay algo de paradójicamente triste –más allá y muy por debajo de la tristeza sin atenuantes ni gracia alguna– en contar con tan poco espacio para escribir sobre el inmenso, expansivo e inconmensurable David Foster Wallace. Si hubiera algo de justicia espacio-temporal en este mundo, su necrológica debería –correspondiendo a su estilo y estética– ocupar por lo menos todo este blog y estar bordada con numerosas y exhaustivas notas al pie.
Pero no.
Seamos breves: el viernes 12 de septiembre de 2008 el escritor norteamericano David Foster Wallace (Ithaca, Nueva York, 1962) tomó la decisión de quitarse la vida (aquí debería insertarse una nota al pie explicando en detalle la historia y los diferentes modos de anudar una soga para ahorcarse) y su cuerpo fue encontrado esa noche por su mujer en su domicilio de Claremont, California. Los que lo conocían mucho o bien no parecen haberse sentido muy sorprendidos por la mala noticia.
Buena noticia: esto no pretende ni quiere ser una necrológica. Esto quiere –y esperar ser– una contratapa sobre una de las obras más vivas y seguramente perdurables en la literatura contemporánea Made in USA.
DOS Y me enteré de la muerte de Wallace mientras leía Bridge of Sighs, la nueva novela de Richard Russo. No creo que entre las muchas necrológicas dedicadas en estos días a Wallace vaya a haber una que mencione a Richard Russo junto a su nombre. Pero –ya lo advertí– esto no es una necrológica. Y no se me hace difícil relacionar a uno y otro escritor. Me explico: Wallace y Russo –cada uno a su manera y desde las antípodas de sus escritorios pero, por lo general, con generoso volumen de páginas y talento– cuentan lo mismo: la desintegración de los Estados Unidos desde la entropía de familias atrapadas en pueblos pequeños o en los inmensos infiernos de estructuras corporativas más o menos eficaces.
De este modo Bridge of Sighs –con su cálido costumbrismo y su lóbrega picaresca– está mucho más cerca de lo que parece de La broma infinita: magnum opus (1079 páginas en mi primera edición norteamericana de 1996, igual número en la reedición subsanando erratas de 2006 y con prólogo de Dave Eggers) por la que Wallace fue celebrado en vida y ahora evocado en la muerte.
TRES “¿Es David Foster Wallace, como algunos creen, el escritor más importante de su generación? Está claro que cuenta con la combinación necesaria de intelecto, talento y ambición en cantidades extravagantes”, se preguntaba primero y se respondía a medias la entrada que le dedicó The Salon.com Reader’s Guide to Contemporary Authors (Penguin, 2000). Y ahí –voluntaria o involuntariamente– estaba todo el dilema y el enigma. El lanzamiento de La broma infinita fue casi similar al que se dedica a vender a un presidente. Campaña bestial de publicidad y marketing para un libro que descendía directamente de títulos como Los reconocimientos de William Gaddis, El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon, El túnel de William Gass y –antes que nada y nadie– del Tristram Shandy de Lawrence Sterne, del Moby Dick de Herman Melville, de El hombre sin atributos, de Robert Musil, y de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.
Así, La broma infinita gozó y padeció de una enorme atención mediática y mereció ese particular tratamiento que recibe toda Novela King Kong: el de ser adorada por nativos y celebrada por turistas a la vez que se la abate. Los nativos, claro, eran aquellos que venían siguiendo a Wallace desde antes, desde su debut novelístico The Broom of the System (de 1987, que continúa inédito en castellano junto al tratado Signifying Rappers: Rap and Race in the Urban Present (1990), escrito junto a Mark Costello; el resto ha sido publicado por Mondadori, y los relatos o micronovelas reunidos La chica del pelo raro (1989), así como sus formidables ensayos y artículos periodísticos (para muchos lo mejor y lo más influyente y trascendental de su obra) que no demorarían en ser reunidos primero en Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer (1997) y luego en Hablemos de langostas (2005).
Pero La broma infinita fue y sigue siento uno de esos momentos clave dentro del panorama literario que no es otra cosa que –como la novela de Wallace– el constante eco de un chiste sin final proyectándose hacia el abismo: la vieja y eterna discusión –a eso se refiere Eggers en su introducción– de difícil versus fácil y todo eso. De ahí que no demoraran en aparecer sites de Internet enteramente lanzados a la decodificación de la novela, guías de lectura completamente dedicadas a la explicación y simplificación de los múltiples vericuetos del monstruo, y abundaran las polémicas en los medios y vernissages en cuanto a si Wallace era inventivo o, apenas, un invento. Y fueron muchos y demasiados lo que se olvidaron de decir lo más fácil de decir: que la formidable saga casi-futurista estaba muy pero muy bien escrita y que abundaba en momentos emocionantes y sensibles acercando a Wallace a las tierras de Salinger y Vonnegut a la vez que lo consagraban como el mejor escritor satírico de su generación junto al american psycho Bret Easton Ellis. Y que –tal vez lo más importante de todo para algunos– La broma infinita había sido, seguramente, un libro difícil (entendiendo por dificultad la entrega que le había exigido a su autor) de escribir pero fácil (entendiendo por facilidad el placer que obsequiaba a su lector) de leer.
En una entrevista, Wallace –sobrevivido hoy por colegas y amigos en la misma brecha como Rick Moody, William T. Vollmann o Richard Powers– explicó sus intenciones con sintética claridad: “Yo tuve un profesor que me caía muy bien y que aseguraba que la tarea de la buena escritura era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”.
Misión cumplida entonces.
CUATRO Y una de las últimas “bromas” de Wallace fue la publicación –en el 2003, en una colección científica, otro libro suyo que no se tradujo porque posiblemente sea imposible de traducir– de Everything and More, subtitulado irónicamente como Una historia compacta del infinito y cuya meta es, en apenas poco más de 300 páginas rebosantes de fórmulas y gráficos, exactamente eso: la historia de la idea de lo incesante, de lo que no termina, de lo que no puede acabarse. En la contraportada, James Gleick lo celebraba con un “Wallace + lo infinito: ¡maravillosa pareja!” Y agregaba aquello que muy pocos críticos supieron escribir o poner por escrito porque, tal vez, no podían o no querían verlo: “Esta es la más exquisita (e hilarante) ensayística científica. Wallace abraza la incompatibilidad de las matemáticas y la prosa y extra arte de ella. Y, también, cuenta una gran historia”.
Parafraseando a Gleick, Wallace abrazó en sus ficciones la supuesta compatibilidad entre el cerebro y el corazón.
Y nos regaló grandes historias.
CINCO Y en ocasiones la muerte de los escritores resucita a los libros. Descubro –mientras escribo esto– que, en el ranking de la librería virtual Amazon, La broma infinita (no es broma, aunque tiene su gracia) ha trepado hasta el puesto número 16 de los libros más vendidos.
Buena noticia resultante de una mala noticia.
Bienvenidos sean aquellos que recién llegan a esta broma.
Y a no pensar –a intentar no pensar– en su triste remate.
Ahí está lo que Wallace escribió sobre los relatos de Kafka en Hablemos de langostas. Los definió como “una especie de puerta” y nos propuso “que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no sólo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre... y se abre hacia afuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos”.
Pasen a donde ya estaban y lean y sigan leyendo.
Esto no es una necrológica.

Por: Rodrigo Fresán

sábado, 14 de mayo de 2011

Ajedrez y literatura: el arte de leer a un rival

Un viaje en compañía de escritores y ajedrecistas a través de la Historia. Secretos y significados de un juego que es una metáfora de la vida

Cinco, casi seis de la tarde de un día de semana. Chalet de dos plantas y ladrillo a la vista, en las afueras de Buenos Aires. El que me hace pasar al jardín del fondo tiene aspecto de esquiador vitalicio, lleva remera blanca de cuello alto y mangas largas. No me escruta como a un rival -por cortesía; nunca podría haber sido su contrincante, ni en una partida a ciegas-, pero la mirada es de una cordialidad impiadosa. Su paso, el de un monarca retirado. Responde con demasiada paciencia en un castellano extranjero, encantador: fuerte, persuasivo. Me limito a tartamudear inexactitudes. Su mera presencia tiene la deferencia de colocar al interlocutor en otro plano (nunca el mismo). Su amabilidad, la falta de prisa atestiguan que si bien el ajedrez no permaneció del todo ajeno a los embates de la puerilidad y la aceleración -que parecen en las últimas décadas de rigor-, el juego y sus fieles mejor dotados han preservado un aura imposible de extinguir.
Por inverosímil que sea, estoy sentado frente al gran maestro danés Bent Larsen, vecino del barrio de Martínez desde 1982. Acabo de estrechar la mano que saludó a Bobby Fischer, unas veces victorioso; otras, derrotado; que saludó a Mijaíl Tal; que saludó a Botvinnik; que saludó a Alekhine; que saludó a... y en segundos uno cree rozar mágicamente el linaje del pasatiempo más insondable, tentado de imaginar que está siendo bendecido por un mero apretón de manos. El "Gran Danés" fue el primer occidental en batir a los rusos y es, según Boris Spassky, el último artista del ajedrez. Larsen pertenece a esa raza de figuras más enigmática que la de las celebridades. Ha sido un rey sin corona, que por motivos azarosos -azarosamente secretos- nunca alcanzó la consagración más pública, vulgar, con la que un ajedrecista sólo se convierte en genio, en loco, o en ambas cosas.

De esa visita hace ya unos años, pero a las frases de Larsen no las he olvidado hasta ahora y no creo que vaya a olvidarlas nunca: "Karpov hace buenas jugadas muy rápido, Korchnoi hace muy buenas jugadas despacio". O, con ironía, señalando cierta posición en el tablero: "Y ahora la partida es más tablas que antes de empezar". Pocos meses más tarde estaría tomando debida nota de sus lecciones en el Club Argentino, rincón mítico que potenciaba la resonancia de sus pasos y palabras: "Me gusta ganar pero no tengo miedo de perder". La rapidez y naturalidad con que disparaba esos epigramas sólo subrayaban su precisión -"con presión de tiempo un caballo es más peligroso que un alfil"- y la mera oportunidad de compartir unas horas con semejante coloso era un sueño realizado, claro que en compensación por el malogrado de convertirme en un distinguido jugador profesional.

Fuera de las casillas

El índice y el pulgar en el aire, a punto de tomar una pieza: golpe magistral o error fatal, a menudo no se sabe con certeza, aun siendo un destacado maestro. Una mínima oscilación en el ánimo y en milésimas una jugada tuerce el destino. ¿Pero qué es distracción y qué, falla de cálculo? Movimientos, celadas: el curso de un cerebro, pensamiento graficado. La atención, desde luego, es la llave, aunque concentrarse no siempre garantiza que las ideas vengan con naturalidad. Los dedos acarician o estrangulan las piezas que están fuera de juego. Torneo abierto. Silencio de biblioteca. Algunas de las partidas, de hecho, serán historia en futuras recopilaciones. (Ciertamente, un libro de ajedrez puede volverse una máquina de relatos: cada partida reproducida supone una narración, una fecha, una geografía y dos antagonistas.)

Hace siglos que expertos y amateurs han jugado para ser otros, para no ser nadie, para perderse en otra dimensión, en lo posible sin perder. Creando debilidades en la defensa del contrario, rogando que una movida cumpla varias funciones a la vez, que cada jugada implique una ofensa hacia el rival. Siglos procurando situarse en posiciones convenientes para el propio temperamento, recurriendo de urgencia al sacrificio como lance para romper con lo predecible. Intentando evitar la humillación, ante el adversario, ante los espectadores y, peor, ante uno mismo (ante la falsa imagen que uno se había hecho de sí como jugador).

Siglos sentándose ante un tablero para ponerse a prueba: a ver qué tan lejos llega nuestra inteligencia sobredimensionada, nuestra audacia vacilante, nuestra capacidad de absorber el fracaso. "Los juegos constituyen una prueba continua de habilidad dentro de una confianza fluctuante: el rival percibe la humillación y la duda, y busca redoblarlas", apuntaba Adrian Stokes. Suele repetirse que el ajedrez enseña a saber perder, pero con excesiva frecuencia la derrota invita al mutismo, al olvido. Morder el polvo de lo irreversible no le era ajeno al holandés J. H.

Donner, que decía que "es precisamente su impiadosa falta de ambigüedad y su claridad lo que vuelve a una partida lo opuesto de la vida. La vida oculta nuestros errores". Según Donner, es justamente "la irreparabilidad de un error lo que distingue al ajedrez de otros deportes".

Se ha dicho del ajedrez, también, que enseña a anticiparse al otro, a leer su mente, a administrar el tiempo. Pero como me comentó Oscar Panno en una ocasión, "el reloj fue siempre un enemigo. El reloj es siempre un enemigo de la verdad".

A capa y espada

Analizada en retrospectiva, la Argentina podría ser considerada una Atlántida del ajedrez, un lugar donde sucedieron acontecimientos históricos que, vistos desde hoy, parecen pertenecer a otra era, hundida, borrada, apenas reivindicada por islotes de empeño y entusiasmo en clubes y jugadores tenaces. Los hitos incluyen las Olimpíadas de 1939 y de 1978. Los destierros del polaco Najdorf, el sueco Stahlberg, el alemán Eliskases. Figuras como Pilnik, Pleci, Grau, Jacobo y Julio Bolbochán, Sanguinetti, Rossetto y Panno, seguramente el argentino nativo que más lejos llegó. La visita en 1910 del entonces campeón Emanuel Lasker (que se preparaba para los torneos estudiando las fotografías de sus futuros oponentes). Los subcampeonatos en las Olimpíadas de 1950, 1952 y 1954. Los grandes matches en Buenos Aires, como Fischer-Petrosian en el Teatro San Martín en 1971. Los sucesivos magistrales de Mar del Plata. Sin olvidarnos de otro duelo legendario disputado aquí, Capablanca- Alekhine. Al primero se le caían losboletos de los bolsillos cuando venía de apostar en Palermo y según Cabrera Infante, fue un pionero entre los ajedrecistas interesados en las mujeres: "Se dice que la noche de la partida decisiva contra Alekhine estuvo bailando tango tras tango con una belleza local".

Regresa, entonces, la historia de mi abuela materna, repetida al infinito, contando que su padre había conocido y jugado con Capablanca, que visitó Buenos Aires en 1911, 1914, 1927 y 1939. Las peripecias de Capablanca -nombre predestinado- pueden rastrearse en la magnífica biografía de Edward Winter, autor también de misceláneas como Chess Explorations y Kings, Commoners and Knaves. Ya en 1925 Capablanca decretaba lo "mecánico" del juego de elite, augurando que "dentro de no más de diez años una media docena de jugadores será capaz, cuando lo desee, de hacer tablas a voluntad", algo que décadas más tarde Fischer buscó contrarrestar creando su Fischerandom, que sortea la posición inicial de las piezas mayores. Según Fischer, el conocimiento disponible hoy en día es tal que las partidas entre maestros sólo se ponen interesantes a partir de la jugada número 20. El papel que juega la memoria ha sido siempre central y lo es cada día más. Si recordar posiciones se asemeja al arte de la memoria tal como lo describe Frances Yates, el tablero se vuelve un teatro, los casilleros se convierten en las habitaciones de un palacio y pensar, al modo de Giordano Bruno, equivale a "especular con imágenes". A propósito de la memoria, Novela de ajedrez de Stefan Zweig cuenta un viaje en barco a Buenos Aires -como el que hicieron en 1938 Miguel Najdorf y un aficionado insigne, Witold Gombrowicz- y el protagonista, el gran maestro Mirko Czentovic, nunca es capaz de rehacer una partida de memoria, algo "que los del gremio criticaban tan ásperamente como si entre los músicos un eximio virtuoso o director de orquesta se hubiese mostrado incapaz de interpretar o dirigir una obra sin tener ante sus ojos la correspondiente partitura". El crítico argentino Federico Monjeau, dicho sea de paso, tiene una teoría: que el mejor modo de escuchar música es jugando al ajedrez.

Ars combinatoria

Ha habido tantos intentos de definir el ajedrez como tentativas de agotar las contingencias del tablero. El arte de un jugador de ajedrez, declara el incomparable David Bronstein en Secret Notes, consiste en la habilidad "de encender una chispa mágica de la tediosa e insensata posición inicial". La mencionada novela de Zweig propone delimitarlo así:

un pensamiento que no lleva a nada, una matemática que nada calcula, un arte sin obras, una arquitectura sin sustancia, y aún así más manifiestamente perenne en su esencia y existencia que todos los libros y obras de arte, el único juego que pertenece a todos los pueblos y todas las épocas y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y estimular el espíritu.
El ensayista George Steiner, autor de The White Knights of Reykjavik, asegura que los problemas que plantea el ajedrez son a la vez muy profundos y completamente triviales. Y que el punto en común entre música, matemática y ajedrez "puede ser, finalmente, la ausencia de lenguaje". Ludwig Wittgenstein recurrió al ajedrez en diversas oportunidades para elaborar o ilustrar símiles, y escribió: "El uso de una palabra es como el uso de una pieza en un juego, y uno no puede comprender el uso de una dama excepto que comprenda los usos de las otras piezas". Son incontables las oportunidades en que la literatura y la filosofía asaltaron la torre del marfil del ajedrez. Robert Burton aludía a "ficciones geométricas". Borges intimaba con "mágicos rigores" y un "severo ámbito en que se odian dos colores", tan similar a la "lucha cuerpo a cuerpo entre dos laberintos" de André Breton. En otro plano, en un texto sobre Alfonso X el Sabio y Capablanca, Lezama Lima aventuraba: "El rey queriendo cerrar cuentas, sellando fijas minuciosidades. El rey queriendo pagar en exactos cuadrados... Una imaginación saludable engendra sus propias causas". Por su parte, E. H. Gombrich se detenía en el efecto visual de un tablero. Jugar con un tablero, para el autor de Meditaciones sobre un caballo de juguete, es replicar "la alternancia perceptiva entre figura y fondo... No en vano los pintores del renacimiento demostraron primero las leyes de la perspectiva por medio de un suelo ajedrezado". Para el cineasta Stanley Kubrick,

el ajedrez es una analogía. Es una serie de pasos que uno da, uno por vez, y se trata de equilibrar los recursos contra el problema, que en el ajedrez es el tiempo y en el cine son el tiempo y el dinero… Grandes maestros a veces dedican la mitad del tiempo asignado a una sola movida porque saben que si no es correcta todo su juego se cae a pedazos.
Cuando Walter Benjamin y Bertolt Brecht disputaban partidas en Skovbostrand, Dinamarca, no se decían una palabra, pero cuando se ponían de pie "era como si hubieran terminado una conversación". No menos curiosas deben de haber sido las partidas que no consiguieron enemistar a Beckett y Giacometti, o a Beckett y Duchamp. El autor de Esperando a Godot -¿metáfora de la idea que nunca llega?- jugaba contra su hermano y su tío, que había vencido a Capablanca en unas simultáneas en Dublín. Para referirse a una jugada, en la novela Murphy se habla de la "ingenuidad de la desesperación". Las narraciones de Beckett se leen, indudablemente, como los devaneos de un ex prodigio y en cierta medida parecen copiar el modo y el método del ajedrez: las oraciones avanzan respondiéndose una a la otra, en estricta sucesión, como si hubiera en efecto dos rivales (y sólo dos) que únicamente pueden dar por terminada la narración cuando queden los dos reyes a solas -la escena absoluta- o por repetición de jugadas, típica circunstancia beckettiana. La defensa, de Vladimir Nabokov, es tal vez la ficción que mejor describe el aleteo del descubrimiento del ajedrez en un niño y las posteriores disfunciones de un gran maestro, aunque omite el salto de un punto a otro. Omisión que, presumamos, justifica el que se trate de un prodigio, para quien todo son atajos.

Fueron muchos los escritores que leconsagraron horas al ajedrez y lo tradujeron en sus páginas: Lewis Carroll, Raymond Roussel, Rodolfo Walsh, John Healy, Braulio Arenas, Juan José Arreola, entre otros. Científicos como Alan Turing, filósofos como Wittgenstein y Daniel Dennett. Una de las analogías que rige El sobrino de Rameau, de Diderot, es el ajedrez. Más cerca, Silvina Ocampo escribía: "El jugador de ajedrez, el matemático, el equilibrista, actúan limpiamente; mientras cumplen su trabajo no tiene tiempo de ser morbosos: cabría decir lo mismo de los autores de novelas policiales". En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, leemos:

En adelante Kublai Kan no tenía necesidad de enviar a Marco Polo a expediciones lejanas: lo retenía jugando interminables partidas de ajedrez. El conocimiento del imperio estaba escondido en el diseño trazado por los saltos espigados del caballo, por los pasajes en diagonal que se abren a las incursiones del alfil, por el paso arrastrado y cauto del rey y del humilde peón, por las alternativas inexorables de cada partida. El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego, pero ahora era el porqué del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una victoria o una pérdida: ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta?
Naturalmente, la visión de los grandes maestros es más puntual. Para J. H. Donner, "hay un gran encanto en las partidas en las que uno de los oponentes no juega con sensatez y sin embargo gana... Es mucho más fácil ganar una posición un poco inferior que una de tablas clavada. Nadie piensa cuando va ganando. Sólo se piensa cuando algo va mal. Siempre ha sido muy difícil para mí liquidar a un adversario. ¿Para qué ganar si ya probaste ser el mejor de los dos?". Provocador, Donner señaló una vez que el ajedrez es en realidad un juego de azar: lo que hará el otro no se puede saber.

Con respecto a las virtudes pedagógicas del juego, Panno opina que "el ajedrez es una herramienta formidable, ayuda a razonar. Es una escuela de responsabilidad porque prepara a los chicos a tomar decisiones". Para Larsen, que un chico nunca llegue a conocer el ajedrez es una catástrofe, "algo tan malo como un niño que no conoce lo que es un caballo o un piano".

Vocaciones derrotadas

El de ser jugador de ajedrez es un sueño que me persiguió sigilosa, persistentemente, y que acaso todavía no he abandonado. Hubo un momento crítico, hacia los doce, trece años, en que habría querido torcer el destino (entonces, ahora) y dedicarme incondicionalmente al ajedrez. La decisión de hacerlo -el coraje para saltar al vacío- era lo que faltaba, porque a decir verdad, lo que faltaba era el talento prodigioso que anula la indecisión de antemano, sobrepasándola e imponiéndole un porvenir. No tenía la madurez -no veo otra palabra- con que hoy veo y estudio el ajedrez (distinto, por cierto, al nivel con el que lo juego). Siempre seré un jugador mediocre: ansío salir rápido de la apertura, confío demasiado en la combinatoria -sobre todo, de la mano de la pareja de caballos- y en el sacrificio atropellado. Sigo sin descifrar aquellas horas que recuerdo, en passant, en Villa Gesell, encorvado sobre un tablero en un chalet cerrado mientras toda la familia partía a la playa. Casi un verano entero jugando a solas, reproduciendo partidas, haciéndome pasar por este y aquel jugador, reviviendo torneos remotos en un teatro privado: un solo titiritero para treinta y dos marionetas. Cultivando una larga obsesión por los nombres extranjeros, no importa de qué origen. Húngaros como Lajos Portisch y Zoltan Ribli, holandeses como Max Euwe y Jan Timman. Ajedrecistas que alcanzaban la categoría de criaturas fantásticas, como el papirólogo y especialista en jeroglíficos Robert Hübner, o los encendidos precursores Tarrasch y Schlechter. Embobado con topónimos (tara que sigo puliendo), desde el balneario de Gesell extendía tentáculos invisibles a otros: Mar del Plata, Palma de Mallorca, Wijk aan Zee, Oostende, Eastbourne, Hastings. "Muchos balnearios he recorrido durante mi vida, pero ninguno tan extravagante, abrumador y decadente como Mar del Plata. En cuanto al ambiente, se parece en algo a nuestro Oostende, pero diez veces más grande", cuenta Timman, y confiesa que recobraba fuerzas nadando en el mar.

En sus Smoking Diaries, Simon Gray revela que las partidas contra su hermano terminaban con los dos rodando por el piso, pateándose, tirándose piñas, agarrándose del cuello, y que cuando jugaba contra su padre, intentaba hacer trampa, pero no calculaba las consecuencias de haber cambiado una pieza de lugar y volvía a perder. Del otro lado del Canal de la Mancha, a los cuatro años, un niño sonámbulo llamado Max Euwe se levantó de la cama y fue a despertar a su madre para decirle: "Mamá, al rey le dieron jaque mate". Ese pequeño holandés mal dormido se consagraría campeón del mundo.

Reyes sin corona

Frente a mí tengo al ganador de innumerables torneos en los años 60 y 70, de quien Donner decía:

Tiene en abundancia una cualidad que es más inusual entre jugadores de ajedrez que lo que se supondría. Siente un gran placer al jugar al ajedrez. Es uno de los poquísimos jugadores que conozco para quienes ganar es menos importante que jugar. Y, es notable, jugadores así ganan con más frecuencia.
Bent Larsen me mira sin parpadear y responde: "Juego todas las posiciones, lo único que me disgusta es hacer tablas". Le pregunto qué es lo que hace a un gran maestro: "Probablemente algo en el carácter". Autor de un compendio excepcional, Larsen’s Selected Games, entre sus admiradores contó con Marcel Duchamp, que una vez le dijo "de todos los pintores, algunos son artistas, pero todos los jugadores de ajedrez lo son".

Holanda es el país al que Heine decía que, si el fin del mundo estuviera cerca, emigraría de inmediato, porque allí todo sucede cincuenta años más tarde. En ajedrez ha sido todo lo contrario; parece ser, incluso, el corazón secreto de su reloj. La pasión que despierta en ese país es comparable a la que provoca en Islandia (dos países que flotan) y se nota en la excelente revista y editorial New in Chess, en los cafés de Ámsterdam, en los torneos de Hoogeveen, Groningen y Wijk aan Zee. En Holanda se refugiaron, después de la Primera Guerra Mundial, Lasker, Reti, Maroczy. En la Olimpíada de Buenos Aires de 1939, Capablanca decía en el diario Crítica que "Holanda es un país en el que el ajedrez se ha desarrollado a un nivel que secunda sólo a la Unión Soviética, y si se tiene en cuenta que se trata de un país pequeño, perfectamente podría llamárselo la nación más ajedrecística del mundo". Esos territorios bajos, anegados, tal vez hayan dado al mejor escritor sobre ajedrez hasta la fecha, J. H. Donner, cuyos artículos se recopilaron en el extraordinario The King. En 1955 decía esto del argentino Panno:

Su principal fortaleza es saber que una partida se juega sobre el tablero, entre dos jugadores, y que la voluntad de ganar es más importante que las ideas brillantes, la voluntad de ganar y la confianza absoluta en las propias capacidades. Su mayor fortaleza -y debilidad- reside en mezclar la confianza con la confianza excesiva. Éste es el sello de los grandes campeones.
Donner vino con el equipo holandés a la Olimpíada Mundial que se jugó en 1978 en Buenos Aires y aquí este barbado fue el primer occidental en perder contra un maestro chino. (A propósito, en un cuento de Julian Maclaren-Ross, dos chicos están jugando una partida y uno le dice al otro que mire la barba del rey, porque "por supuesto que tiene barba, necio, las barbas van con el ajedrez. Todos los ajedrecistas tienen barba".) En The Human Comedy of Chess, Hans Ree comenta:

Donner una vez declaró que era probablemente el único maestro en saber la fecha exacta del día en que aprendió las reglas del ajedrez. Fue en el colegio el 22 de agosto de 1941, cuando tenía catorce años. Lo recordaba con claridad porque cuando regresó a su casa ese día le dijeron que su padre había sido arrestado por los alemanes y deportado.
El ser humano parece ser más exigente, más preciso, cuando se ocupa de lo improductivo: contemplar unas rocas, unos insectos, unas piezas sobre un tablero. Su fervor por lo intangible es capaz de llevarlo a la cima de la perseverancia y la vanagloria más misteriosas. En una clase, Bent Larsen habló del día que Emanuel Lasker perdió una partida en unas simultáneas y los organizadores no se atrevieron a anunciarlo: "Por los altoparlantes dijeron: "Treinta y nueve partidas ganadas, una partida tablas". No hubo aplausos". Larsen no oculta sus lágrimas: "Cada vez que pienso en eso, lloro. No entiendo a los actores cuando dicen que necesitan diez minutos y una luz especial y otras cosas para emocionarse. Pienso en eso y lloro enseguida". En esta inmediata y profunda comprensión del sentido del orgullo y de la humillación, en la reverencia de un maestro por otro, se me ocurre que residen al menos dos de los secretos de un arte que no tiene fin. El ajedrez: novela de suspenso entre dos lectores que tratan de adivinarse, cuyo vencedor será el que mejor lea al otro, el que se convierta en el verdugo.

Por Matías Serra Bradford
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